Por Rubén Moreta
-Vivimos la era del enojo o “truño”. Los dominicanos y dominicanas andamos engruñados, estresados, insatisfechos y quejosos. La alegría se está disipando ante tantos sobresaltos que nos depara la cotidianidad, porque la violencia social cada día avanza, engrosando estadísticas fatales teñidas de sangre, que nos barrenan de dolor.
La pobreza, la inequidad social, la inseguridad ciudadana y otros componentes se rebelan en contra de la tranquilidad de la gente. Estos elementos laceran a las grandes mayorías, pero también los fantasmas internos de las personas, -demonios sórdidos e inverosímiles- manejan la sique para convertir en infelices a la franja que tiene solucionadas todas sus necesidades humanas materiales y a los que no.
El sistema capitalista vigente define de exitosos solo a los individuos que alcanzan riquezas financieras: “pilas” o “moñas” de papeletas, cuartos, plata, billetes, molongos –o llámele como usted quiera-, y ahí radica el problema. Vivimos en un mundo de sujetos estresados, que no son felices, porque el sistema de valores a partir de los cuales se configura nuestra educación privilegia erróneamente la adquisición solo de riquezas materiales, echando a un lado la satisfacción de las necesidades espirituales y la concreción de otros sueños no financieros.
La postmodernidad ha convertido en pieza de museo al humanismo y la ética. Esas columnas de la socialización humana fueron derribadas por el pragmatismo capitalista.
El paradigma del éxito personal se mide por la abundancia económica. Ser exitoso implica disponer de abundante plata, propiedades inmobiliarias, poder y lujo, que dan un estatus al individuo. Los mandantes, dueños del sistema, dividen la sociedad en dos: ganadores y perdedores, e inculcan, a través del marketing, que quienes logran acumulación material son los ganadores, y por tanto, alcanzan la felicidad.
Pero no es exactamente así: la vida tiene innúmeros placeres alejados de lo material que proporcionan felicidad. La simple compañía familiar, el buen sexo, una comida creativa, pasear por el campo, una buena caminata, pasear en bicicleta, la lectura de un buen libro, la escritura, una buena conversación, visitar un amigo o vecino, ir a la playa o el río, jugar en el patio o en una plaza pública con los hijos, hacer trabajos comunitarios, entre otras muchas actividades, provocan plenitud y satisfacción y quizás felicidad.
Pero no nos educan para la felicidad o para intentar ser felices. El modelo curricular de la escuela universal y en particular el de la escuela dominicana, debería incluir como un área programática o asignatura definida, la enseñanza de la felicidad.
Probemos algunas de estas tareas simples, a ver si logramos ser felices y aminoramos el enojo, el “truño” y la violencia social.
El Autor es Profesor UASD.