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Generación post-alfabética ha llegado

El mundo occidental, siglo tras siglo, intentó encontrarle sentido y correspondencia a la vida. Los pensadores presocráticos iniciaron buscando una explicación racional del mundo y la existencia. Entonces siguieron los filósofos que exploraron al amparo de las más antiguas cosmologías. Tiempo después, a los mismos fines, llegarían los místicos y artífices de las grandes religiones. Arribar al siglo XX reveló que la dirección y búsqueda del significado vital se concentrara en las rígidas utopías políticas que marcaron la agitada etapa de la Guerra Fría. Hoy, sin embargo, cada experiencia pretérita denota crisis, desgaste o caída, y a partes iguales.

Con la desarticulación de muchas creencias y engranajes de la tradición, buscando estabilidad y certidumbre, los ideales se redujeron o erosionaron considerablemente. El siglo XXI, con obediencia a otras coordenadas y latitudes teóricas y constitutivas, mostraría las nuevas caras de realidades globales y locales, matizadas por el debut posmodernista. Entraba sin oposición ni contratiempos la revolución tecnológica y digital, del individualismo turbo consumidor y de la globalización planetaria.

Los humanos fuimos y somos máquinas deseantes. Los deseos, nobles o desgraciados, se han imbricado sobre nuestra vida en la tierra. Así, por el gesto de algo generoso; así, por el oscuro temblor de las frustraciones sufridas. Mantener los deseos de ser, entender, representar o poseer, no ha variado en el tiempo. El sistema del deseo –acuña José A. Marina (2009) — es un poderoso y verdadero dispositivo subterráneo. Parecería que el goce adquirió rango neto de derecho fundamental y la felicidad deseada, categoría del deber. La posmodernidad impuso el mito de una idea de felicidad eterna y constante alegría. Misma que, de no ser alcanzable, propende a fabricarse artificialmente.

Es como si socialmente estuviéramos obligados a ser felices, y no lograrlo equivaliera a una condena emocional y a la aceptación funesta de fracaso social. Partimos del presupuesto, aprovechando la volatilidad del presente, de que el deseo se convirtió en ideología dominante. Invicta. Y este siglo, rico en ofertas y adictivos deseantes, ha escudriñado y exprimido, como en ningún otro instante de la humanidad, cada impresión del deseo, tanto al interior de su aleteo enigmático cuanto en los bordes de su exteriorizado impulso.

Desde los años 80’ de la centuria anterior nos preparaban para el advenimiento del “imperio de la felicidad” que, apasionante y ligera, se advertía en Occidente. Era, al decir de Lipovetsky, una felicidad paradójica, pero su ritmo y cadencia devenía inapelable y total. Los valores predominantes fueron cediendo a la sensibilidad de una vida bella y abundante gozo. El cambio de la matriz económica capitalista obligó también a la mutación del tejido cultural. El antiguo Leviatán (Estado-nación) habría de entregar, más temprano que tarde, el libro maestro de sus atributos patrimoniales y, con ellos, la atribulada maquinaria del desvencijado Estado de Bienestar.

Debemos admitir ahora que nuestra sociedad opera bajo un continuo bombardeo, generador de más deseos superficiales que necesidades reales. Y que el aparato ideal para ello está tan cerca como a 40 centímetros de la mano (el celular) y a menos de 3 metros (el televisor) en cada hogar. Los niños, salvadas las excepciones, son arrastrados al centro del oleaje tecno-comunicativo (la pantalla), que no discrimina por edad ni pertenencia social.

Los humanos poseemos una exclusiva, larga y compleja infancia. El apego, cuidado y acompañamiento de los hijos se traduce en una destreza evolutiva que, en los primeros años, ha dependido casi en su totalidad de la madre. Por igual, la presencia cardinal de la figura paterna representa ese piso inestimable para completar el edificio psicoemocional del infante. Los niños, embebidos en la obra y teatro de la vida, siempre serán la parte más vulnerable de la escena humana. Y era de imaginarse que no saldrían ilesos, o al menos, que jamás quedarían excluidos de la vorágine que vaticinó un antes y después en la transformación radical de la vida alucinante que tomaría casa dentro y delante nosotros.

Franco Berardi (2007), en su libro Generación Post-Alfa, es pionero en el análisis de ese momento y la metamorfosis que sufre el mundo de la alfabetización tradicional y la manera de cómo pasó y remontó el denominado modelo de la generación post-alfabética. Deshilvanando, con finura reflexiva, el impacto inocultable que ha de provocar en el plano cognitivo y afectivo de los menores en la etapa escolar y preescolar.

Sin desmentir los méritos variados de las tecnologías digitales y educativas, no es secreto para nadie que se advierten cambios significativos en “los modos de atención y comportamientos de los chicos”. Pero no se trata sólo de que el cambio tecno-comunicativo produzca un giro cultural, lo cual dialécticamente era previsible; sino de un fenómeno que, entre múltiples alteraciones, toca el plano mental y emocional de los pequeños. Aquí, acota Berardi: ¡por primera vez en la historia de la familia humana los hijos aprenderán más palabras de una máquina que de su madre! Versión que ya hemos constatado suficientemente padres y abuelos de esta crepitante época digital…

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